El 87 % de las lenguas del
mundo son ágrafas, es decir, no utilizan un sistema de escritura. Este dato es bastante impactante, un panorama inconcebible
para quienes trabajamos con el lenguaje y vivimos escribiendo. Inmediatamente, me
viene a la mente la gran pregunta: ¿por
qué escribimos? Bueno, la respuesta es amplia y heterogénea, sin duda. Yo
diría que es, en general, un modo de ayudar a la memoria, de organizar
pensamientos, de trascender; escribir es una forma de duplicar la vida.
La relevancia de esta actividad
es vital e incuestionable en nuestra cultura, no sólo como base de la
organización social o herramienta en múltiples situaciones cotidianas, sino
también, y muy especialmente, como creación artística, al permitir que algo bello que no existía, exista. Es válido incluso
como recurso terapéutico, pues como decía el psicólogo James W. Pennebaker, «convertir
las experiencias en palabras es sumamente conveniente para la salud y la
estabilidad afectiva». En definitiva, la escritura tiene una importancia
fundamental en el desarrollo humano, al igual que la lectura. Ambas acciones
nos enseñan a usar el lenguaje, y consecuentemente, a utilizar la inteligencia.
Todo el que lo desee puede
escribir, es un acto libre y espontáneo, que responde al instinto comunicativo,
aunque en el caso de la expresión escrita quizá conlleve un mayor matiz de
intimidad, de reflexión.
En el libro La magia de escribir, José Antonio Marina y María de la Válgoma
establecen que «cuando uno escribe lo hace desde un antiguo legado de
seres que escribieron antes que uno mismo, de la memoria, de la experiencia
vital de cada cual, de un determinado contexto cultural y social y de la
infancia, ese territorio tan propio e irrepetible como la huella dactilar»; y no es
sino un literato como Thomas Mann quien dice que «el escritor es aquel
al que escribir le resulta más difícil que a las demás personas», lo que
otorga a este acto mundano la disposición propia de la divinidad.
Sin embargo, no sólo quiero hacer
hincapié en la importancia de escribir, sino en la necesidad de escribir bien,
correctamente, con propiedad. En un mundo en el que la imagen lo es todo, cuidar
lo que uno dice y cómo lo dice es esencial.
Una de las facetas que más
aprecio de la tarea del traductor es su papel de protector de la lengua,
cuidador y guardián de las buenas formas (verbales o no), principalmente porque el traductor es un escritor que trabaja como mediador entre
diferentes sistemas que buscan un mismo fin.
Y es que la diferenciación entre
escritor y traductor siempre ha relegado a este último a una posición inferior,
algo que la historia misma nos ha demostrado injusto y que muchos autores,
víctimas de esta dualidad, han tachado de erróneo. Así refleja su visión Antonio
Sáez Delgado, profesor, poeta, escritor y traductor:
«He dicho que el camino del traductor y el del escritor son similares. Podría matizarlo. El del traductor debería ser paralelo al del escritor, pero sin perder nunca de vista el final del camino. Es decir, mientras el escritor avanza un tanto a ciegas en el curso del texto, el traductor, sabedor del producto final en su lengua de origen, debe ir del principio al fin y del fin al principio cuantas veces sea necesario, andar en paralelo al autor pero sin perder nunca de vista la perspectiva del lector».
Quiero abogar por una escritura de calidad, tarea con la que estoy
comprometida, causa primordial de este blog que hoy inicia su andadura y actividad
intrínseca en mi carrera profesional.
Y para terminar, un recordatorio
velado, de la mano de nuevo de la inspiradora voz de Antonio Sáez Delgado:
«A pesar de esto, el trabajo del traductor y del escritor coinciden de lleno en un punto. Un punto que la experiencia me demuestra fundamental. Al final, ya consumado el camino, tanto el escritor como el traductor deben saber que su trabajo es siempre, absolutamente siempre, mejorable. ¿Quién se atrevería a decir que un poema o un cuento o una novela no es mejorable en algún aspecto? ¿Quién se atrevería a decirlo de una traducción?».
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